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Muertos Anónimos

Solo estaba mirando el cielo raso, pensando en los días en que vivía como mujer humana. Todo fue tan rápido; según las teorías de varios doctores mi mundo me llevaría a la muerte, mi muerte sería mi mundo, mi mundo mortal sería eterno, mi cielo sería de tierra y mi tierra sería de aire. Tantas cosas que iba escuchando y yo solo sabía el día de mi muerte sin mucho rodeo, sin casi respuestas. Tenía tantas preguntas, tantos dilemas, dramas y angustias. Obedecía todo: tomaba mis tres pastillas y me acostaba a dormir, daba tres o cuatro vueltas de derecha a izquierda o viceversa y trataba de morir, más bien de dormir pero pensando en una pregunta más para esa noche, constando solo de una palabra, tres sílabas, una tilde y signos de interrogación, una pregunta que solo era: ¿Moriré? y si talvez moría sería feliz, no me quejaría, ni sería más yo en papeles falsos y estaría en sangre blanca y tinta de agua, conocí eso por un momento de siglos, quizá solo necesitaba un beso en la frente y un “sigue intentándolo”. El día de mi resultado final absorbí todo un fracaso en una camilla de hospital un doctor y tres enfermeras a mi lado preguntando y asesorando mis necesidades y uno que otro capricho que necesitaba cumplir por plan de vida. Todo fue tan rápido, cruel y sencillo. No me explico por qué no explico realmente mis frustraciones en esta otra vida, creo que mejor les explico desde el principio.

Soy Shirley Romero una joven que tan solo se ocupa de callar su historia y romper el ruido con un poco de tinta en silencio. Soy de Turrialba, ¡exacto! de Cartago, me crié sola, nunca tuve hermanos, claro, de sangre porque tengo dos hermanos poetas, uno que otro hermanastro poeta que es de los malos, ni tan poeta ni tan hermano, dejémoslo en dos hermanos poetas, los dos mayores por cierto, grandes hermanos de vida y muerte, ellos siguen vivos por dicha. Autoformé mi vida siendo “escritora”, según mis bases teóricas podía llamarme por dentro “escritora” pero no me atreví nunca a que esa palabra me describiera como algo muy verídico, era tan solo una escritora solitaria pero me di a conocer en cierta forma o mejor dicho me dieron a conocer un poco, yo solo escribía. Me destaqué por esfuerzos máximos en mis estudios, esfuerzo en vida y según las “malas lenguas” en muerte, ya se sabe que la gente chismorrea entre vecindarios. Gran seguidora de Julio Cortázar y Ernesto Sábato, mis grandes padres de la literatura. Futura esposa soltera de Julio y gran amante (sin que lo notara) del mismísimo Ernestito, así le decía en mi vida pasada. Seguidora del Rock&Roll. Hija de mi padre y madre. Me dediqué a morir sola, preferí quedar ciega antes de dejar de leer, me enfermaba de una cosa y otra, una vuelta a la vida dentro de otra, un ciclo de pensamientos encarcelados revueltos con aire angustiante y un roce de integridad con la tristeza. Insisto en contar paso a paso de mi vida, ya saben que no siempre se habla con una persona como yo, si es que puedo llamarme persona, no me creo silueta de temor, sombra de muerte o frío de cementerio, son simples títulos o nombramientos a mi “persona”. Logré sacar mi bachillerato o la secundaria, como quieran llamarle. Luego ingresé a la universidad y logré sacar tan solo dos años de filología, luego sucedió la mala parte de mi vida (aunque siempre tuve malos momentos, lo asombroso eran los buenos momentos, rara vez aparecían). A los dos años de mis estudios universitarios me enfermé terriblemente y como vivía lejos de mis padres, ya que la universidad estaba lejos, no sabían nada y no me controlé, me encerré en la casa y no volví a la universidad, dejé un mundo atrás, nadie comprende que mi mundo, es otro, mi mundo era la soledad o parte de ella y la universidad estaba asombrosamente llena de personas con las cuales no me llevaba. Dejé mis estudios y decidí impregnarme a leer en mi casa fingiendo asistencia a las lecciones. Un amigo me informaba de cada trabajo que debía entregar, los hacía con afán falso para que parecieran excelentes y estaban repletos de mi gran imaginación, enredaba con facilidad a cualquier profesor y me daban el puntaje completo aunque pareciese mentira o fuese ilegal. Con tal de no asistir recortaba mis pestañas y hacía una rosa de sangre y lograba mi objetivo vez a vez, recibía cartas esporádicas de algún compañero que con miles de esfuerzos lograba recordar su rostro. Tenía una prioridad: morir pronto y sin decirlo a nadie. Empecé a enfermar con mayor fluidez y sencillez. Tomaba tanto café que mi estómago no recibía o no aceptaba nada más, era curioso, no dormía, no comía, no vivía y era feliz en mi cuadro de paredes. Me sentía en claustrofobia si salía fuera de mi departamento o si estaba junto a alguien más, no sabía la razón hasta hace poco. Mi reloj siempre estaba retrasado al igual que mi alegría, eso ocurría siempre, cuando estaba feliz me quedaba en la cama envuelta totalmente en las cobijas porque temía ser feliz, me quedaba allí hasta la tarde, lloraba desesperadamente porque nunca entendí el motivo de estar feliz de vez en cuando. Aún así me sentía letalmente feliz porque no tenía que viajar obligatoriamente a la playa o tomar el sol por orden y mandato, no tenía que comer en la mesa junto a alguien más, era solo yo, mis libros y mi muerte lenta y silenciosa.
Regresé una vez a la biblioteca de la universidad con los ojos llenos de ayer y una que otra falsa sonrisa, tratando de no dirigir la más mínima palabra ni al respiro de un ave y entre unas vueltas por el pasillo se me acercó un compañero de mi pasado universitario a saludar y exaltó los ojos como si fuese una asesina y me dijo: ¡¿Qué tenés?, con costos puedo verte, se ve más el color de tu sangre que tu piel! ese día me enfermé tanto que regresé a mi departamento cerré ventanas y puertas, más bien abrí una ventana porque todo siempre estaba cerrado y lance un grito dentro de mí pidiendo muerte y vida a la vez, me miré al espejo y conseguí entender por qué mi compañero se asustó al mirarme, era porque estaba tan pálida y a piel de muerte que no me reconocería ni mi misma madre. Me senté en mi cama y llamé a un amigo pidiéndole una dosis de muerte como si existiese, hablamos por cinco minutos o dos horas, quizá, y me despedí con lágrimas en mis manos deshojando mi rostro. Jamás comprendí nada, desde niña no se me quitaban las lágrimas por las noches, nunca busqué respuestas porque no entendían mis preguntas. Decidí visitar un hospital y de inmediato me internaron, no comprendí mucho menos por qué, solamente lo hicieron y me dijeron las teorías que mencioné al principio. Tenía la enfermedad letal y mortal, el puñal de la muerte en mi espalda y la coincidencia del rompimiento desgarrador de mi vida, esa enfermedad a la que le dicen algunos: “mundo propio”, “en busca de la muerte”o “sufrimiento de alquiler”, yo le decía: “mundo de muerte hecho por sufrimiento alquilado”, era todo en un mismo frasco, “lo mejor viene en frasco pequeño” (dicen) y yo tenía el frasco más grande por desgracia. Estuve internada por mucho. Al tiempo salí del hospital, viví dos semanas con mis padres, visité a mis dos hermanos poetas y morí, no me quejo de eso, las cosas suelen suceder así. Ahora estoy viviendo en un residencial llamado: Muerte en vida, vivo bien, lo malo es que no puedo leer mucho, aquí todo es muy distinto pero lo genial es que estoy tranquila y ya no estoy enferma. Una amiga dijo algo muy burdo pero a la vez sabio-“Uno come piña y al otro le duele el estómago”-…quien sabe quién comería tanta piña por mí pero estoy segura que alguien comió y mucha, ahora como no como porque no necesito nada le dolerá el estómago a otro. La cuestión es que aquí no me preocupo por nada y no me enfermo de nada, será extraño quizá pero es bueno que se vayan acostumbrando, así que ¡Bienvenidos a M.A. Muertos Anónimos! La Fuerza Pública no tiene restricciones, lo único que aquí no se permite es volver a la vida. Pues bien ¡en sus marcas, listos, fuera!

Shirley Romero




Robert Van Silefth

Solamente él estaba ahí esa noche, con una mirada rebelde, crispando los ojos como si tuviera demencia en ese instante, andaba un tanto perdido, no en el lugar sino mentalmente, estaba tan fastidiado, totalmente confundido y abrumando. Es músico por cierto, pero esa noche no tenía música ni en la mente, discutía y discutía peleando por ridiculeces y yo solo miraba el tremendo espectáculo de gritos e insultos. Más allá de las mesas llegó una madre con su hija, una jovencita como de dieciséis. Todo estaba despejado y tranquilo pero ellas también discutían, quizá la joven es un tanto despreocupada por su madre o la madre necesita toda la atención de la hija para sentirse completa, eso no me preocupaba porque mi madre y yo llevamos una relación envidiada por los demás, lo que me acarreaba repiques a la mente era el músico. Me parecía un hombre (joven) muy atractivo, todo hombre con una guitarra en la espalda, partituras en la mano y ojos negros me esclaviza o domina de una forma brutal. Él era uno de ellos, me gustó con solo mirarlo, dejó su guitarra en una de las sillas, las partituras en una mesa muy cerca de mí, me volvió a ver con ojos de tango imperturbable, se dirigió a Matías con las manos detrás de su espalda, el rostro inmóvil hacia el suelo, los pasos despiadados y fuertes, la respiración tensa y los labios severos y meditabundos; yo empecé a trepidar como si se dirigiera a mí, alzó un tanto la mirada muy cautelosamente y me miró algo afectivo y tentador, solamente lo ignoré por un segundo y le incliné el rostro como una muestra de afectividad sin conocerle y le traté de regalar una sonrisa natural pero estaba tensa y angustiada, siguió con los pies muy clavados a mi mesa. Matías se puso en pie y se acomodó la camisa, saboreó un sorbo de café y lo miró con mortificación y celo apático, puse mi mano sobre la suya, yo estaba fría y se exaltó un poco por mi inconveniente frío, mi miró como con pánico y mi hizo un guiño con el ojo como diciendo: “todo está bien”. En ese momento empezó la discusión, el músico le saludó con un sarcasmo intercalado y el pobre Matías solo se afligió por un microsegundo, le alzó la vista muy jactancioso y le hizo un gesto de imprudencia, diría yo, y le dijo sin mucho ni poco-¿qué?-el músico se molestó y empezaron algunas ofensas mezcladas con insultos indecorosos o inocentes, no estoy segura. Volteé a ver la madre con su hija y la joven lloraba, tomaban un café y ella solo lloraba mientras la madre miraba algo perturbada el pasar de los vehículos por el cristal. Matías empezó a recoger sus cosas y a decirme que nos fuéramos, no había terminado mi café y estaba absolutamente harta y hastiada de que él me dijera una y otra vez qué debía hacer por orden y mandato suyo, lo miré con escarnio y le dije-No, esta vez me quedo-solo hizo una mueca de enojo y repetición a lo que dije y se fue. Seguí sentada aunque los pies quisieran irse tras él como ya lo habían hecho muchas otras veces ante la misma situación, de todas formas el músico se sentó apeteciendo un cafecito, yo tenía tres poemas y dos cuentos, empecé a releerlos para extraviar el tiempo entre las pocas mesas que habían, tomé mi pluma negra y corregí algunos agraviantes errores que no había notado, sentí en ese momento la sombra del músico sentarse en mi mesa así que coloqué las hojas más cerca de mi rostro haciendo que no se viera e ignorando su aroma a música. Sin muchas vueltas solo me dijo-¿Me odiás?-le dije-¡No! ¿Y vos? Muy cortantemente sonrió y dijo- Jamás, ¿querés otro café? Le sonreí y le asentí brevemente. Pidió dos cafés, y los tomamos sin hablar, él miraba sus partituras como para no humillarse solo y yo miraba los poemas con una timidez recargada y mucho silencio a gritos. Terminamos el café mirándonos a los ojos y nos pusimos de pie dos minutos luego, recogí mis libros y mis papeles y él tomó su guitarra del mástil además de las partituras y nos dirigimos a la puerta, pagó todo, mi café con Matías, nuestro café y un café que había tomado antes de que Matías apareciera (soy algo adicta), ni siquiera lo podía creer, tan solo le dije-Muchas gracias, que pena-él me miraba con los ojos clavados y me respondió-Gracias a vos. Me alejé por un segundo con una estocada espina en la garganta y le sonreí casi al suelo, no creí que le importara mucho, pensé que hizo eso por dejar solo a Matías e impedir que sus órdenes me ajustaran a él pero él siguió caminando detrás de mí y luego a mi lado. Tenía un fuerte dolor de cabeza quizá por angustia acumulada, enojos y temores, sin dejarlo de lado también por toda la vergüenza que sentía en ese momento, me sentía como una princesa de vidrio, me miraba sin voltear a ver si la calle estaba hundida o no, no comprendo cómo pero no se enteró de que me había acompañado hasta mi casa, cuando estábamos en la puerta lo miré, le sonreí, bajé la mirada y le dije-Ya llegué, es mi casa-se tornó sumamente rojo y me dijo-Que imprudente no mirar la calle ¿verdad?, pero bueno ya llegaste, me voy sin muchas vueltas ni pocos pasos-solté una risita como de pena ajena y cariño profundo y le dije-Gracias por la compañía y el café, por todo lo demás y por la presencia. Se alejó mirándome y entré a la casa mirando con disimulo por la ventana aun así por estúpido que parezca me miró y alzó la mano diciendo adiós como si no me hubiese atrapado mirándole por la ventana, se devolvió casi corriendo y abrí la puerta como si estuviese en una novela y le dije-¡Hola!-sonrió con resobrada vergüenza, me miró y me abrazó muy tiernamente y me dijo al oído: -“sé que te llamás Shirley pero vos no sabés cómo me llamo”-, me dio tanta pena que lo abracé durante más tiempo para que no mirara mi sonrojado rostro, le dije-“no sé pero si lo supiera esta noche no podría dormir en paz”. Me soltó, me miró y me dijo: -“Robert Van Silefth”. Quedé impactada por su nombre, me pareció nombre de poeta francés o cuentista alemán…ja ja, aún recuerdo mi expresión, me reflejé en sus ojos y le dije sin mucho rodeo-que lindo nombre-me sentí tan tonta y avergonzada que volví la cabeza. Me seguía mirando y me dijo que nos viéramos para tomar un café, no lo pensé mucho pero le mostré un poco de desinterés para no ser muy sugestiva ni factible, solo le dije que sí muy tranquilamente pero descompensándome por dentro, estaba a medio paso de su vida. Esta vez si se marchó muy seguro y tranquilo y definitivamente mis palabras no son falsas, esa noche no dormí, escribía tanto que podía gastar y gastar hojas haciendo piruetas de romanticismo mezclado con malabares de Walt Whitman, eran ingeniosos mis escritos esa noche, salimos una, dos quizá mil veces, no hablábamos mucho ni preguntábamos más allá de lo que la mente tenía en giro. Aún así toda historia amorosa y extraña como esta tiene su final feliz y pues bien esta no lo tiene, soy feliz porque recibo cartas de él pero ahora está en Argentina haciéndose un histórico e inigualable músico, nos escribimos a diario y le envío mis poemas, uno que otro cuento y mis máximos deseos de que triunfe y él me envía sus canciones y cartas diciéndome que volverá pronto y según parece pronto vendrá, el tiempo vuela para mí y por cierto el día que lo conocí después de tomar el café caí tan enteramente en su hechizo que no me di cuenta qué ocurrió con la madre y la hija rara que lloraba por nada y todo pero yo era feliz y seguramente él vendrá en algunos años o siglos pero sé que vendrá.

S. Romero

Cuentos

Abriles e inviernos
Mariana y José Luis estaban de pie fuera de la cafetería esperándome, yo estaba dentro de ella comprándome un café negro y amargo, de los mejores para mi persona. Me quedé sentada allí dentro, no me llevo bien con la gente común; tengo pocos amigos reales, los otros son más de papel y de cristal que los demás, tengo un amigo de altura difícil de alcanzar, es algo perdido, tiene un corazón de tiza y un cerebro de soles negros, me parece que anda por ahí robando almas, es él, José Luis. Mariana es más alocada, con los cabellos despeinados y enredados de día y de noche, es de estatura media, una excelente pintora, ojos grandes y con lunas en las manos, ¡claro! es una real mujer, pareciese que es la revolución orbital del siglo, siempre desordenada, pero la amiga más leal del mundo. Yo soy Soledad, típica silenciosa y tranquila de la ciudad, no falta un extraño en un pueblo, sé tocar el piano y de eso vivo. Como decía, ellos estaban fuera de dicha cafetería, estaba un tanto asustada, esa tarde no me sentía igual, era otra, una extraña desconocida e irreal. Sangraba de alma y corazón, no comprendía porqué el café era dulce, mis pies eran amargos y estúpidos, mis ojos estaban nadando y me senté a llorar por las mesitas del lugar, Mariana me miraba entre los cristales, yo me miraba por mis anteojos un poco viejos, estaba sentada en un rincón y cantaba ciertas frasecillas de mundos felices en quién sabe dónde. José Luis estaba asustado y se movía de un lugar a otro sin decirme nada. Le miraba los labios a la gente, los míos eran pálidos y aburridos, no eran los de siempre. Era ese tiempo lluvioso, ratos de tango, sombrillas de fuego y flores de tren. Yo seguía allí, Mariana me consolaba de lejos y José Luis se desesperaba entre las bocas que iban ebrias por mis lágrimas, mi enfermedad de ese día era contagiosa, tenían lástima de mi día, yo tenía lástima de ellos. Ese día supe que tenía una propia enfermedad, una locura externa, levantarme un lunes y mirar de nuevo el domingo sentado en mi ventana, ver las horas pasar como madre sin hijos, mis dos piernas se quedaron entre un vino infiel, exactamente en ese instante comprendí que tenía enfermedad de abriles e inviernos, no tendría más remedio que tomar mi café y mirar la tarde mientras mi reflejo se percibía entre las gotas de lluvia. *Dicha enfermedad no tiene medicamento, está siendo procesada por las farmacias que guardo bajo la cama. Para más precauciones: no cruzarme de frente, ni mirarme a los ojos, los pobres siempre están tristes.
Shirley Romero
Algo me faltaba por decirle
Miraba mis paredes, lo hacía como si un muerto estuviese debajo de la cama acariciando mis cabellos por la noche. Era incomparable, creía que venía día a día un mundo real por las escaleras, ella tan solo era feliz. Era absolutamente de piel blanca-transparente, podía ver sus venas corriendo por sus manos, con los cabellos rodeándole el rostro en un negro intenso y eso hacía que los ojos grises como de cristal roto le fulguraran y culminaran. Quizá yo solo necesitaba entablarle una conversación más eficaz y menos opresora. Yo estaba sola en un rincón de la habitación y ella cantaba “En trance” de Fito, aún el corazón se me congela de solo pensarlo, cantaba tan perfecta y serena que no podía creer que su sombra estuviera recostada a mi pared. Mi guitarra estaba en el suelo, tenía el autógrafo de Spinetta, en plateado como si la luna fuera falsa, era en mayo cuando ella llegó. Salió de debajo de la tierra y volvió a su lugar poco tiempo después, volvía a la infancia como una bailarina de circo, trataba de no verla porque el infinito me llevaba a la faz del silencio y eso me aterraba. De todas formas estábamos sentadas “conversando” mientras cantaba cortos pero nunca en mi corta vida he logrado regir una conversación sin pausas, siempre dejo de hablar y en cualquier pregunta solamente logro decir: -“sí”, “no”, “está bueno”, “que bien”, etc. no puedo dirigirme sin timidez a finalizar una charla grata o responder valientemente, nadie nota exactamente mi debilidad (por dicha) pero me es un mundo poder hablar sin duda ni retraimiento. Lo peor era la mirada que ella me hacía, sentía que me decía: “si no me dices mueres”, era el peor estremecimiento que había sentido, peor que la angustia por las madrugadas y el dolor de alma por los anocheceres. La vida me ha dado mucho pero también me ha quitado y temo al hablar porque en una palabra o un silencio puedo terminar sin vida entre los pianos que guardo en el sótano de mi bendito hogar. Di tantas vueltas por ahí esperando a que la tierra la tragara de una sola vez porque no podía dormir, escribir o moverme, me tenía intacta en un rincón de la cama como si fuese una cárcel y esa fuese su celda, me juzgaba realmente inconclusa en mi lecho de vida porque seguiría viviendo hasta que se desvaneciera de mi lado. No comprendía por qué necesitaba soledad en todas esas noches si anteriormente lloraba hasta el amanecer con un trago amargo de silencio en mi mente. Lo extraño es que me miraba como examinándome de día, de noche, en todo momento, ella necesitaba andar con cien ojos tras de mi breve parpadear, pasaban las horas eternas y con un miedo brutal dentro de mi pecho, ella hablaba y cantaba en todo segundo que se iba ahogando. Quería sentarme y escuchar mi música pero no en su voz porque quería morir en cada palabra que salía de su boca terriblemente púrpura como si hubiese tomado vino hasta desmayar. Me fastidiaba porque preguntaba muchas cosas tras más cosas, eran situaciones dentro de situaciones, estaba muy enfadada por tanta habla y tan poco silencio pero todo se derrumbó al descuelgo de vida, no me refiero a que se mató sino que se marchó, la tierra se abrió y no volvió, bajó unas escaleritas algo oscuras, me sonrió y me dijo: -“me voy”- con algo de nostalgia en los ojos y yo solo dije-“bueno, el tiempo no nos dio tiempo”-sonrió de nuevo y dijo-lindos silencios ¿eh?-y la miré con una espina en la garganta antes de llorar y le dije-linda voz sin habla ¿verdad?. Bajó el rostro, soltó una lágrima y solo dijo-adiós y para siempre-lloré por un segundo o dos días y cuando ya no la vi más y la tierra se había cerrado dije-vuelve pero en silencio, solo necesito un abrazo-ya se había ido y no volvería. Éramos amigas, yo en una claustrofobia de silencios y ella en una paranoia de palabrerías. La extraño aún, ahora nadie me mira con tanta profundidad que me haga tiritar del pánico, tan solo sigo sola cantando su canción en mi habitación y mirando mis paredes con los ojos cerrados.
Shirley Romero

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