Cuentos

Abriles e inviernos
Mariana y José Luis estaban de pie fuera de la cafetería esperándome, yo estaba dentro de ella comprándome un café negro y amargo, de los mejores para mi persona. Me quedé sentada allí dentro, no me llevo bien con la gente común; tengo pocos amigos reales, los otros son más de papel y de cristal que los demás, tengo un amigo de altura difícil de alcanzar, es algo perdido, tiene un corazón de tiza y un cerebro de soles negros, me parece que anda por ahí robando almas, es él, José Luis. Mariana es más alocada, con los cabellos despeinados y enredados de día y de noche, es de estatura media, una excelente pintora, ojos grandes y con lunas en las manos, ¡claro! es una real mujer, pareciese que es la revolución orbital del siglo, siempre desordenada, pero la amiga más leal del mundo. Yo soy Soledad, típica silenciosa y tranquila de la ciudad, no falta un extraño en un pueblo, sé tocar el piano y de eso vivo. Como decía, ellos estaban fuera de dicha cafetería, estaba un tanto asustada, esa tarde no me sentía igual, era otra, una extraña desconocida e irreal. Sangraba de alma y corazón, no comprendía porqué el café era dulce, mis pies eran amargos y estúpidos, mis ojos estaban nadando y me senté a llorar por las mesitas del lugar, Mariana me miraba entre los cristales, yo me miraba por mis anteojos un poco viejos, estaba sentada en un rincón y cantaba ciertas frasecillas de mundos felices en quién sabe dónde. José Luis estaba asustado y se movía de un lugar a otro sin decirme nada. Le miraba los labios a la gente, los míos eran pálidos y aburridos, no eran los de siempre. Era ese tiempo lluvioso, ratos de tango, sombrillas de fuego y flores de tren. Yo seguía allí, Mariana me consolaba de lejos y José Luis se desesperaba entre las bocas que iban ebrias por mis lágrimas, mi enfermedad de ese día era contagiosa, tenían lástima de mi día, yo tenía lástima de ellos. Ese día supe que tenía una propia enfermedad, una locura externa, levantarme un lunes y mirar de nuevo el domingo sentado en mi ventana, ver las horas pasar como madre sin hijos, mis dos piernas se quedaron entre un vino infiel, exactamente en ese instante comprendí que tenía enfermedad de abriles e inviernos, no tendría más remedio que tomar mi café y mirar la tarde mientras mi reflejo se percibía entre las gotas de lluvia. *Dicha enfermedad no tiene medicamento, está siendo procesada por las farmacias que guardo bajo la cama. Para más precauciones: no cruzarme de frente, ni mirarme a los ojos, los pobres siempre están tristes.
Shirley Romero
Algo me faltaba por decirle
Miraba mis paredes, lo hacía como si un muerto estuviese debajo de la cama acariciando mis cabellos por la noche. Era incomparable, creía que venía día a día un mundo real por las escaleras, ella tan solo era feliz. Era absolutamente de piel blanca-transparente, podía ver sus venas corriendo por sus manos, con los cabellos rodeándole el rostro en un negro intenso y eso hacía que los ojos grises como de cristal roto le fulguraran y culminaran. Quizá yo solo necesitaba entablarle una conversación más eficaz y menos opresora. Yo estaba sola en un rincón de la habitación y ella cantaba “En trance” de Fito, aún el corazón se me congela de solo pensarlo, cantaba tan perfecta y serena que no podía creer que su sombra estuviera recostada a mi pared. Mi guitarra estaba en el suelo, tenía el autógrafo de Spinetta, en plateado como si la luna fuera falsa, era en mayo cuando ella llegó. Salió de debajo de la tierra y volvió a su lugar poco tiempo después, volvía a la infancia como una bailarina de circo, trataba de no verla porque el infinito me llevaba a la faz del silencio y eso me aterraba. De todas formas estábamos sentadas “conversando” mientras cantaba cortos pero nunca en mi corta vida he logrado regir una conversación sin pausas, siempre dejo de hablar y en cualquier pregunta solamente logro decir: -“sí”, “no”, “está bueno”, “que bien”, etc. no puedo dirigirme sin timidez a finalizar una charla grata o responder valientemente, nadie nota exactamente mi debilidad (por dicha) pero me es un mundo poder hablar sin duda ni retraimiento. Lo peor era la mirada que ella me hacía, sentía que me decía: “si no me dices mueres”, era el peor estremecimiento que había sentido, peor que la angustia por las madrugadas y el dolor de alma por los anocheceres. La vida me ha dado mucho pero también me ha quitado y temo al hablar porque en una palabra o un silencio puedo terminar sin vida entre los pianos que guardo en el sótano de mi bendito hogar. Di tantas vueltas por ahí esperando a que la tierra la tragara de una sola vez porque no podía dormir, escribir o moverme, me tenía intacta en un rincón de la cama como si fuese una cárcel y esa fuese su celda, me juzgaba realmente inconclusa en mi lecho de vida porque seguiría viviendo hasta que se desvaneciera de mi lado. No comprendía por qué necesitaba soledad en todas esas noches si anteriormente lloraba hasta el amanecer con un trago amargo de silencio en mi mente. Lo extraño es que me miraba como examinándome de día, de noche, en todo momento, ella necesitaba andar con cien ojos tras de mi breve parpadear, pasaban las horas eternas y con un miedo brutal dentro de mi pecho, ella hablaba y cantaba en todo segundo que se iba ahogando. Quería sentarme y escuchar mi música pero no en su voz porque quería morir en cada palabra que salía de su boca terriblemente púrpura como si hubiese tomado vino hasta desmayar. Me fastidiaba porque preguntaba muchas cosas tras más cosas, eran situaciones dentro de situaciones, estaba muy enfadada por tanta habla y tan poco silencio pero todo se derrumbó al descuelgo de vida, no me refiero a que se mató sino que se marchó, la tierra se abrió y no volvió, bajó unas escaleritas algo oscuras, me sonrió y me dijo: -“me voy”- con algo de nostalgia en los ojos y yo solo dije-“bueno, el tiempo no nos dio tiempo”-sonrió de nuevo y dijo-lindos silencios ¿eh?-y la miré con una espina en la garganta antes de llorar y le dije-linda voz sin habla ¿verdad?. Bajó el rostro, soltó una lágrima y solo dijo-adiós y para siempre-lloré por un segundo o dos días y cuando ya no la vi más y la tierra se había cerrado dije-vuelve pero en silencio, solo necesito un abrazo-ya se había ido y no volvería. Éramos amigas, yo en una claustrofobia de silencios y ella en una paranoia de palabrerías. La extraño aún, ahora nadie me mira con tanta profundidad que me haga tiritar del pánico, tan solo sigo sola cantando su canción en mi habitación y mirando mis paredes con los ojos cerrados.
Shirley Romero

Mi lista de blogs